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viernes, 14 de febrero de 2014

Colaboraciones

San Valentín: rosas y espinas
por Esther Vivas 



El amor se ha convertido en objeto de marketing. San Valentín es el mejor ejemplo, el día de los enamorados. Todo vale para hacer negocio y poner precio a lo que sentimos. Una rosa roja es la sublime expresión de ese amor, convertido en mercancía. Millones de rosas son comercializadas el día de San Valentín. Pero, ¿de dónde llegan? ¿Cómo han sido cultivadas? ¿Por quién? La mayor parte vienen de Kenya, Etiopía, Colombia y Ecuador, los mayores exportadores hacia la Unión Europea. Su origen poco tiene que ver con la imagen idílica que buscan representar. La precariedad laboral, la mala salud de sus trabajadores, el impacto en el medio ambiente es lo que se esconden. 

Las mujeres son la principal fuerza de trabajo en estas “maquilas” del Sur global. Mujeres que no reciben rosas sino que las producen de sol a sol por salarios de miseria y en condiciones laborales extremadamente precarias. En las plantaciones de África del este y de Colombia, se calcula que pueden llegar a trabajar hasta 15 horas al día para cubrir las exigentes demandas de los clientes, según el informe Amargo florecer de War on Want. En Colombia, representan el 65% de la mano de obra, la mayoría migrantes rurales, y en Kenya el 75%. Sus salarios son de miseria. En Kenya, la retribución es de unos 33 euros al mes, y no da para cubrir necesidades tan básicas como la alimentación, la vivienda, el transporte. A menudo, son obligadas a trabajar horas extras sin remuneración, de negarse pierden el empleo. La temporalidad es la moneda de cambio. La presencia de sindicatos independientes es casi inexistente. Las condiciones laborales precarias dificultan la organización sindical y aquellos que lo intentan acaban siendo amenazados y acosados por la empresa. En Colombia, según War on Want, se calcula que menos de un 5% de los trabajadores forma parte de un sindicato; en Kenya, la cifra oscila entorno el 16-17%; y en Etiopía es igual a 0. Las empresas de flores, además, tienen un largo currículum de persecución sindical y de creación de sindicatos patronales. 

La salud de la plantilla, y en especial la de las mujeres, se ve fuertemente perjudicada por el uso sistemático de agrotóxicos. Alergias, irritaciones de piel, dolores de cabeza, problemas respiratorios, desmayos son algunas de las consecuencias. A pesar de que la Organización Mundial de la Salud advierte de un necesario intervalo de 24 horas entre la aplicación de pesticidas y la entrada en el invernadero, estas precauciones no se cumplen. Se calcula, según War on Want, que sus trabajadores están expuestos a un total de 127 pesticidas distintos, el 20% de los cuales prohibidos en Estados Unidos por considerarse cancerígenos. Asimismo, según el Instituto Nacional de Salud de Colombia, las mujeres que trabajan en estos cultivos sufren la mayor parte de los abortos, partos prematuros y malformaciones congénitas que se dan en el país. 

Capítulo aparte merece el impacto medioambiental. El cultivo de flores necesita de grandes cantidades de agua, lo que genera una fuerte competencia entre el “consumo” de agua para las flores y para las personas u otras tierras de cultivo. De este modo, regiones como la Sabana de Bogotá en Colombia, donde se concentra la industria de la floricultura, sufren graves problemas de abastecimiento de agua, y esta tiene que importarse de otras regiones. Lo mismo sucede en distintos países exportadores de flores. Además, la no alternancia de cultivos impide la regeneración del suelo y lo agota y el uso indiscriminado de pesticidas contamina la tierra y el agua. Sin contar, el impacto de unas flores que viajan miles de kilómetros hasta llegar a nuestros hogares. 

La competencia con la agricultura es otra de las consecuencias de esta producción. En Colombia, como recoge el informe Las raíces de la flores de la campaña No te comas el mundo, en las regiones donde hoy se cultivan claveles, rosas, crisantemos y dalias, antes se plantaba trigo, cebada, maíz, patata y hortalizas. Actualmente, el monocultivo de la flor ocupa extensas latitudes a costa de la seguridad alimentaria de las personas, el aumento del precio de productos básicos y la expulsión de campesinos de sus tierras. 

Unas rosas que perpetúan aquí un arquetipo de amor romántico basado en la supeditación de la mujer al hombre. Las flores de San Valentín, más allá del marketing, expresan la subordinación de un sexo al otro e imponen un amor normativizado y heteropatriacal. No sólo el dolor de quienes son explotados kilómetros allá esconden dichas rosas sino el de quienes ciegamente, como cupido, creen en un ideal imposible generador de dolor, amargura y dependencia. 

Las rosas de San Valentín nos prometen amor, pero ocultan afiladas espinas.

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