Cuando es más fácil comprar
una pistola que un tomate
by Esther Vivas
Asociamos los supermercados a abundancia de comida, a estantes siempre llenos, a un gran abanico de productos… En cambio, los supermercados, aunque no lo parezca a primera vista, pueden ser generadores de hambre y escasez de alimentos. El ejemplo por antonomasia lo tenemos en Estados Unidos en los llamados “desiertos alimentarios”, comunidades urbanas o rurales donde resulta imposible comprar comestibles, a no ser que vayas a un McDonald’s, un Kentucky Fried Chicken o un Burger King. Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con los supermercados?
A lo largo de los años 40 y 50, en Estados Unidos, a medida que las familias de clase media y alta se mudaron a los nuevos barrios periféricos y se consolidaron los grandes centros comerciales, muchos supermercados se “mudaron” con ellos, dejando tras sí lugares sin prácticamente comida. ¿Por qué permanecer donde estaban los más pobres, que gastaban poco dinero en alimentos y daban escasos beneficios, si en otros distritos se podía ganar mucho más? La respuesta para la gran distribución, desde Wal-Mart pasando por Kroger hasta Safeway, fue fácil.
En Estados Unidos, se calcula que más de 23 millones de personas viven en “desiertos alimentarios”, según el Departamento de Agricultura de EEUU, zonas donde no se puede encontrar comida fresca en una milla (1,6 kilómetros) o más a la redonda. Indianapolis y Oklahoma City encabezan el ranking. En otras ciudades como Detroit, la mitad de sus habitantes, 550 mil, padecen dicha lacra, en Chicago la sufren más de 600 mil, un 21% de su población, en Nueva York, tres millones. Para todos ellos, el lugar más cercano donde adquirir algo que comer es una cadena fast food o una tienda donde a parte de tabaco y licores pueden encontrar algunas bolsas de patatas fritas, caramelos o bebidas con gas. Se trata de uno de los mayores problemas alimentarios del país.
Muchos son los que suplican a las grandes superficies que vuelvan allí donde hace tiempo marcharon. Sin embargo, estas no son la solución sino el problema. Los supermercados en su día, también aquí -salvando las distancias, “invadieron” los centros de las ciudades, bajaron momentáneamente los precios (una gran cadena se lo puede permitir, en un establecimiento reduce precios y en otro los sube, al final las cuentas salen igual), lo que resultó letal para el pequeño comercio. Cerraron los colmados, las tiendas de toda la vida… y solo quedó la gran distribución, pero cuando a esta no le salieron las cuentas desmontó el “tinglado” y se marchó. Ahora, en muchas zonas pobres, urbanas y rurales, estadounidenses no quedan ni supermercados, ni tiendas de comestibles, ni comida fresca.
Apartheid alimentario
Son barrios donde vive gente pobre, sin recursos, personas mayores… quienes no pueden coger el coche e ir a comprar a la gran superficie, sencillamente porque no tienen coche. Otro elemento que los define es que son barrios habitados mayoritariamente por personas de color. De aquí que algunos autores hablen de “apartheid alimentario” o “segregación alimentaria”, donde las desigualdades sociales y raciales estipulan qué comen unos y otros. Un ejemplo: si dividimos la ciudad de Oakland, en California, entre la llanura, lugar de residencia de la gente más pobre y de color, y las colinas, donde se encuentran aquellos con más poder adquisitivo, observamos que en la llanura hay un supermercado por cada 93 mil habitantes, mientras que en las colinas hay uno por cada 13 mil. Un dato más: el número de licorerías es inversamente proporcional. La billetera y el color de la piel determina el acceso o no a la comida. Como decía el activista alimentario californiano Brahm Ahmadi: “Hoy, en muchas comunidades urbanas donde habita gente de color, es más fácil comprar un arma de fuego que un tomate fresco”.