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lunes, 5 de mayo de 2014

Colaboraciones

Una alimentación 
adicta al petróleo 
by Esther Vivas



Comemos petróleo, aunque no lo parezca. El actual modelo de producción, distribución y consumo de alimentos es adicto al “oro negro”. Sin petroleo, no podríamos comer como lo hacemos. Sin embargo, ante un escenario donde cada vez va a ser más difícil extraer petróleo y éste resultará más caro, ¿cómo vamos a alimentarnos? 

La agricultura industrial nos ha hecho dependientes del petróleo. Desde el cultivo, la recolección, la comercialización y hasta el consumo, necesitamos de él. La revolución verde, las políticas que nos dijeron modernizarían la agricultura y acabarían con el hambre, y que se implementaron entre los años 40 y 70, nos convirtieron en “yonquis” de este combustible fósil, en parte gracias a su precio relativamente barato. La maquinización de los sistemas agrícolas y el uso intensivo de fertilizantes y pesticidas químicos son el mejor ejemplo. Estas políticas significaron la privatización de la agricultura, dejándonos, a campesinos y consumidores, en manos de un puñado de empresas del agronegocio. 

A pesar de que la revolución verde insistió en que aumentaría la producción de comida y, en consecuencia, acabaría con el hambre, la realidad no resultó ser así. Por un lado, sí que la producción por hectárea creció. Según datos de la FAO, entre los años 70 y 90, el total de alimentos per cápita a nivel mundial subió un 11%. Sin embargo, esto no repercutió, como señala Jorge Riechmann en su obra ‘Cuidar la (T)tierra’, en una disminución real del hambre, ya que el número de personas hambrientas en el planeta, en ese mismo período y sin contar a China cuya política agrícola se regía por otros parámetros, ascendió, también, en un 11%, pasando de los 536 millones a los 597. 

En cambio, la revolución verde tuvo consecuencias muy negativas para pequeños y medianos campesinos y para la seguridad alimentaria a largo plazo. En concreto, aumentó el poder de las empresas agroindustriales en toda la cadena productiva, provocó la pérdida del 90% de la agro y la biodiversidad, redujo masivamente el nivel freático, aumentó la salinización y la erosión del suelo, desplazó a millones de agricultores del campo a las ciudades miseria, desmantelando los sistemas agrícolas tradicionales, y nos convirtió en dependientes del petróleo. 


Una agricultura ‘yonqui’ 

La introducción de maquinaria agrícola a gran escala fue uno de los primeros pasos. En Estados Unidos, por ejemplo, en 1850, como recoge el informe Food, Energy and Society, la tracción animal era la principal fuente de energía en el campo, representaba un 53% del total, seguida de la fuerza humana, con un 13%. Cien años más tarde, en 1950, ambas sumaban tan solo el 1%, ante la introducción de maquinas de combustible fósil. La dependencia de la maquinaria agrícola (tractores, cosechadoras, camiones…), más necesaria si cabe en grandes plantaciones y monocultivos, es enorme. Desde la producción, la agricultura está “enganchada” al petroleo.